Pisas terreno sagrado, ¡descálzate! Domingo III de Cuaresma

 

«Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Es el encuentro de Moisés con Dios, su primera experiencia ardiente de la fe. Moisés se sorprende por aquel signo de la zarza ardiendo y se acerca curioso. Y allí, recibe la llamada y el aviso de Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.» Una llamada de Dios clara, a aceptar la distancia y a tener un respeto ante lo sagrado. A Dios no lo podemos controlar. Os invito a pensar: ¿Ante qué realidades, situaciones o personas me está pidiendo a mí Dios que me descalce, que camine con delicadeza? ¿Me ha faltado en mi vida delicadeza, cariño, con alguien?

En las conversaciones de Francisco (cuando era cardenal en Buenos Aires) con el rabino Skorka éste le explica: “cuando un judío reza, cada día, la oración comienza así: ‘Dios nuestro y Dios de nuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob…’. ¿Por qué hay que repetir el vocablo Dios antes de cada patriarca? Porque cada uno se relacionó de manera diferente con Él. Nadie puede imponer una verdad sobre el otro, arbitrariamente. Se debe enseñar, inducir, y cada uno expresará esa verdad a su modo, a su sentir sincero, cosas que el fundamentalismo aborrece”. Necesitamos aprender esta sensibilidad y respeto al sentir del otro, a su fe, a su propio modo de sentir y rezar a Dios. No pocas veces caemos en actitudes fanáticas y despóticas, propias de quienes se creen poseedores de la verdad. Y por ese camino andamos mal, nos alejamos del Dios que “se descalzó” en Jesús para venir a nosotros. Nos alejamos también de muchos hermanos que no tienen quizás la suerte de tener la educación o formación que nosotros tuvimos, pero que sí tienen su fe y una plena y valiosísima dignidad humana.

En el evangelio de Lucas, Jesús invita a sus discípulos a la conversión sin rodeos y con palabras contundentes. Pero también les anima a dejar de unir “desgracia” y “pecado” como si lo uno fuera consecuencia de lo otro. “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo”. Jesús se aleja de toda imagen que retrate al Padre como un dios vengativo, cruel o sediento de sangre. Eso no va con Él. Jesús se sitúa en la estela del salmo 102: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. El Señor es compasivo y misericordioso lento a la ira y rico en clemencia”.

Aun con todo, la invitación a la “metanoia”, la conversión, es clara. Invitación a cambiar, a transformarse, tomando conciencia de la responsabilidad de mis actos, de los daños que provoco y puedo provocar. Del mal que padezco y el daño que puedo hacer a otros con mis actos y palabras. Es un momento decisivo de la vida del creyente, arrepentirse por tomar conciencia de la propia separación de Dios. Y desear volver a la casa del Padre, al calor del hogar, al lugar donde está “mi sitio” y estoy “entre los míos”. Además de esto, la conversión es una exigencia cotidiana de solidaridad con los demás. No me puedo unir a Dios separándome de mis hermanos. Solo cabe la santidad -en cristiano- desde el Amor al prójimo, incluyendo a otros -mis prójimos- en ese camino a Dios. El buen viñador que es Cristo, es paciente y no pierde la fe en que podamos volver a dar fruto: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante”. Pero no te duermas hermano, Cristo viene a tu vida y desea que vuelvas a dar fruto. Déjate arar, mimar y cuidar por Él. Él sabe muy bien lo que hace.

Víctor Chacón, CSsR