Reaprender la compasión. Dom VII del T. O.

Cuentan que en una ocasión un niño le dijo a su padre: “Papá, papá, ¿si matáramos a todos los asesinos y ladrones quedaríamos solo los buenos?” Y el padre le respondió: “No, hijo mío. Si hiciéramos eso, también nosotros seríamos asesinos”. Es importante asimilar esta lógica que frena la inercia violenta que a veces nos posee. Vivimos en una sociedad agresiva y con tendencia a tomarse la justicia por su mano. No nos parecemos mucho al Dios compasivo que hace salir su sol sobre justos e injustos. No hace distinciones. Es paciente. Da muchas oportunidades. Permite que el trigo y la cizaña crezcan juntos.

El salmo 102 nos habla bien de esta actitud divina: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. Necesitamos aprender esta compasión, asimilarla como una dinámica profundamente renovadora. No podemos vivir en plenitud sin estar reconciliados, sin estar en paz. El rencoroso no está en paz. El que anda con cálculos o recuerdos del mal ajeno, midiendo y estudiando lo que da y recibe, tampoco está en paz. Sólo la compasión y la gratuidad permiten la bondad sincera.

Lucas nos exhorta en su evangelio a vivir en esta dinámica reparadora: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman”. Y es que como señala el evangelio la medida que usemos con otros, será usada también con nosotros. Y todos deseamos ser “medidos compasivamente”, sin dureza ni rigor. Toca aplicarse a dar a otros la bondad que esperamos recibir, que nos gustaría gozar. Esto es aquello que tantas veces vivieron los santos que fueron personas siempre compasivas con los demás, sabían disculpar sus fallos y caídas, mientras que consigo mismos eran duros y exigentes no pocas veces.

Amar al enemigo es un desafío de gratuidad y desinterés. Del enemigo no se espera ningún bien ni ninguna gracia. Como mucho se le tolera. Pero el evangelio nos anima: “no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará”. No respondáis al mal con mal. Al daño con daño. O seguiréis aumentando las heridas del mundo. Desead el bien, buscad el bien, incluso en aquellos que os persiguen. Rezad por ellos. Tenedlos presentes en Dios, ya que sólo Él nos puede ayudar a amar hasta este extremo. Si miramos a nuestra comodidad, a nuestro propio bien egoísta, jamás saldremos a perdonar a nadie que nos haya hecho daño. Ni a dar nuevas oportunidades. El Evangelio no nos pide teatro o falsedad, no pide que “demostremos afecto” a quien nos ha herido, sino “bondad y respeto”. Nos pide no caer en el odio estéril o en los deseos de venganza. Nos pide no entrar en la espiral de la violencia que destruye y consume la vida. Ojalá nos sepamos sumar a la dinámica compasiva de Dios, pues es la única capaz de salvar.

Víctor Chacón, CSsR