RECONOCERÁN QUE HUBO UN PROFETA EN MEDIO DE ELLOS (Dom. XIV T.O.)

 

Ezequiel da la clave del auténtico profetismo. “En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía”. Es el Espíritu de Dios el protagonista de la vida del profeta, es quien le mueve, le posee, le inquieta, le lanza… y a quien el profeta debe escuchar atentamente. El profeta no hace un estudio de mercado, no analiza los valores religiosos al alza ni las modas del momento. No está ahí la cosa, aunque esto le daría seguramente éxito y estima.

Todavía recuerdo a mi queridísimo profesor de religión, Pedro, enseñándonos hace muchos años en clase la triple función profética: “Los profetas animan, anuncian y denuncian”. Animan al pueblo de Dios en sus luchas, miserias y dificultades; anuncian aquello que Dios quiere y espera de ellos (su voluntad), y por último -y esta es la función más incómoda- denuncian las injusticias y el pecado. El estado de perversión y torcimiento en que el pueblo se encuentra. Y digo que es incómoda porque a nadie le gusta que le señalen sus vergüenzas y desmanes. Preferimos como los animales “que nos acaricien el lomo”, que nos digan cosas agradables que refuercen nuestros pensamientos y gustos, nuestra comodidad. Y esto es precisamente lo que distingue a un falso de un verdadero profeta. Los falsos buscan congraciarse con todos (especialmente con los que mandan) y dicen lo que todo el mundo desea oír. Son lo que diríamos hoy “políticamente correctos”. A nadie molestan, a nadie cuestionan. O al menos, a nadie cercano a ellos. No ponen en riesgo su vida. No arriesgan porque no creen y no están dispuestos a sacrificarse, a entregarse, a creer hasta el final en su mensaje.

La dura lucha del profeta es ésta. ¿Cómo aceptar una misión tan dura? ¿Cómo decir a todos lo que no quieren oír, lo que cuestiona sus vidas? ¡Me van a hacer daño! Sí, probablemente me maten… En las vocaciones profetas siempre está presente el miedo. Jer 1, 6: ¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho. Is 6, 5: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros que habito en medio de un pueblo de labios impuros. Y no digamos ya el famoso Jonás, que salió huyendo en dirección contraria. Por eso San Pablo da en la clave, a pesar de “la espina metida en su carne”, su debilidad, él siente que el Señor le dice: “Te basta mi gracia, la fuerza se realiza en la debilidad”. No hace falta que seas muy valiente, ni muy rezador, ni muy seguro, no hacen falta 3 doctorados ni 10 másteres para anunciar mi Palabra, solo “acepta tu debilidad y ¡ponte en mis manos”! Nos dice Dios. Que yo soy alfarero.

No dejaré de comentar el caso que me impactó profundamente cuando visité El Salvador hace ya algunos años. San Óscar Romero, obispo, profeta y mártir. Hombre tímido y apocado, muy prudente y estudioso. Que terminó defendiendo valientemente a su pueblo salvadoreño y a sus sacerdotes, cuando vió que los oprimían y atacaban. Habló valientemente y fue asesinado por ello. Fue profeta incómodo, perdonadme la redundancia. Se jugó la vida. Arriesgó. Siguió de cerca al Maestro en Cruz. Como botón de muestra: “Un Evangelio que no tiene en cuenta los derechos de los hombres, un cristianismo que no construye la historia de la tierra, no es la auténtica doctrina de Cristo, sino simplemente instrumento del poder. Lamentamos que en algún tiempo nuestra Iglesia también haya caído en ese pecado; pero queremos revisar la actitud y, de acuerdo con esa espiritualidad auténticamente evangélica, no queremos ser juguete de los poderes de la tierra, sino que queremos ser la Iglesia que lleva el evangelio auténtico, valiente, de nuestro Señor Jesucristo, aun cuando fuera necesario morir como Él, en una cruz”. (Homilía 27 de noviembre de 1977).

Víctor Chacón, CSsR