“Señor, ¿qué quieres hoy de mí?”

“Todos los días acudo puntualmente al trabajo y todos los días hago una visita al Señor. En la capilla del hospital, yo soy enfermera, se respira un aire diferente y especial. La capilla es lugar de encuentro de enfermos, familiares y personal sanitario. Nos une, no sólo el ser cristianos, sino también el convivir a diario con la enfermedad y el sufrimiento que esto conlleva. Se pide por la salud que no se tiene, por la fortaleza que se desmorona, por la esperanza para poder superar esa enfermedad…

Y yo también hago mi oración: “Señor, ¿qué quieres hoy de mí?” Es una de las preguntas que me hago cada mañana, cuando me incorporo a mi jornada laboral. Mi refugio, mi lugar especial es la pequeña capilla que tiene mi hospital. En el silencio, que me envuelve, puedo encontrar respuestas a muchas preguntas. Pero es algo más: allí se produce “el encuentro”. Allí me encuentro conmigo misma y el Señor me encuentra a mí.

Soy testigo de situaciones fuertes y desgarradoras al ver a una sencilla mujer abrazada al sagrario, llorando desesperadamente. Esta mujer que sabe dónde sentirse acogida de manera incondicional, estrechando así a Jesucristo que ahí se hace presente. Que se hace cómplice de su dolor y de sus lágrimas. Creo que es Jesús el que hace de Cireneo y el que ayuda a llevar la cruz a esta mujer; y que hace lo mismo con todos los enfermos de mi hospital.

El consuelo y la fortaleza sólo puede venir de Él: “Si alguno quiere venir detrás de mí… cargue sobre las espaldas su cruz y sígame”. Jesús no engaña: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”.

Seguir a Jesús se convierte en una aventura apasionante cada día; la de poner fin a todo dolor, interior y exterior. Ante esta experiencia, solo puedo decir: “Gracias, Dios mío por hacerme comprender que cuando sienta desánimo, tristeza o desesperación, me abrace al sagrario, porque Tú eres el gran consuelo y la gran esperanza de mi vida”.

Este testimonio me llega desde Murcia y lo firma M. J. Detrás de estas iniciales, que para ustedes aún no significan nada, se esconde una mujer. Vamos a decir Miriam, que es el nombre de la madre de Jesús. Pues bien, Miriam es una mujer independiente y libre. Y también una madre de familia, con dos hijos, que son dos tesoros. Es una joven trabajadora dentro y fuera del hogar. Su profesión, o mejor dicho su vocación es la de sanar las heridas del cuerpo y del alma. He dicho bien, también las heridas del alma. Y falta algo más: es creyente convencida y comprometida.

Conocí a Miriam en la misión que tuvo lugar en su parroquia hace un par de años. Pasó casi sin pena ni gloria, pero, al aire del Espíritu que allí sopló, se dejó llevar y ahora es catequista. Acompaña con su marido, a un grupo numeroso de jóvenes para confirmar su fe. Y es animadora de las asambleas familiares que funcionan desde la misión. También debo decir que ha participado en los distintos encuentros misioneros con redentoristas y se ha embarcado en otras aventuras solidarias. Gracias a ella, muchas medicinas han salido con destino a Centro América y diez ordenadores hacia Perú, porque también hay que alimentar la mente. Para esto último “removió Roma con Santiago” hasta que lo consiguió que los de hacienda de Murcia, “soltaran” los ordenadores. Miriam es un vendaval parecido al de Pentecostés. Ella no es indiferente a la pobreza ni le pasa inadvertida la necesidad. Por eso se implica y hace suyo el dolor ajeno, tal como hacía Jesús.

En algún sitio leí que hay tres clases de hombres: los que observan las cosas que suceden, los que piensan y sueñan con un mundo mejor, y por último los que no están contentos con lo que ven, se comprometen y hacen que las cosas cambien. Es preciso hacer un mundo nuevo y diferente del actual. Un mundo que sea un hogar para todos los hijos de Dios. Un mundo en el que no se viva para trabajar, sino que se trabaje para vivir y que se viva para compartir. Un mundo en que el dinero esté al servicio de los hombres, y no los hombres al servicio del dinero. Un mundo donde nadie se explotado. Un mundo que está sin terminar y que hay que construir con el esfuerzo de todos.

Por eso no dejamos los problemas en manos de Dios, al tiempo que nos lavamos las nuestras. Es al revés: Dios, que confía en nosotros, ha dejado el mundo en nuestras manos, para convertirlo en un paraíso y no en un campo de batalla. Frente al optimismo utópico de unos y el pesimismo inútil de otros, el cristiano debe apostar por lo imposible, que es el mejor modo, aunque resulte chocante, de ser realista. Debe tener fe un el hombre y apostar por un mundo mejor. Miriam, por fin, es una fiel demostración de que la utopía se puede hacer realidad. Basta creer, aprovechar la fuerza que nos viene del Evangelio y poner manos a la obra. No es posible ser cristiano sin un compromiso concreto a favor del necesitado.

Y todo por hincarse un ratito cada día ante Jesús sacramentado, en la capilla de su hospital y preguntar: “Señor, ¿qué quieres hoy de mí?”.

P. Arsenio