Somos lo que se espera de nosotros (Fiesta del Bautismo del Señor)

Hay una máxima pedagógica que dice que a los niños hay que tratarlos no solo con respeto, sino con altitud de miras, mostrándoles el aprecio y la esperanza que sin duda tenemos en las capacidades enormes que en ellos están aún latentes. Traducido a lenguaje más prosaico, el niño “graciosete” empezó a serlo porque alguien le rió la gracia a algo que pudo no tenerla (eructo, taco…) y repite ese esquema en búsqueda de aprobación. El “gamberro” o malote, descubre que con su actitud es temido y respetado al menos en clase y eso le vale (quizás en casa no se le tiene muy en cuenta). El “empollón” ha descubierto que si saca buenas notas en casa le aprecian más, le aplauden, se enorgullecen de él, parece que el afecto va unido al éxito (esto puede ser muy peligroso a la larga, crea gente competidora en exceso). E igualmente el niño “torpe” del que todos se ríen, y que apenas si lee dos palabras bien, a veces es el que en su entorno de confianza es machacado con palabras y actitudes de rechazo: “tonto”, “inútil”, “no haces ni una bien”, “a ver si espabilas”… y alguien que no se siente querido ni aceptado, difícilmente puede quererse a sí mismo.

Isaías nos recuerda lo que Dios espera y piensa de nosotros: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». Con demasiada frecuencia olvidamos que somos hijos elegidos y muy amados. Que Dios mira con ternura y esperanza la obra de sus manos, que nos sabe llenos de capacidades, de creatividad, de fuerza, de buenos deseos y esperanzas, de ganas de amar y hacer el bien. Por eso Dios cuando crea el ser humano dice “vio Dios que era MUY bueno” (Gn 1, 31), no solo “bueno” como con el resto de criaturas (Gn 1, 18.21.25). El salmo 32 nos presenta además a un Dios profundamente compasivo que sabe también nuestros límites y debilidades: “Dios que modeló cada corazón comprende todas sus acciones”. Somos amados incondicionalmente por Él, y muchas veces olvidamos esto. Y olvidarlo es grave porque nos aparta de aquello que Él espera y sueña de nosotros, sus hijos preferidos. Y nos deja a merced de aquellos que nos rían las gracias, nos aplaudan o nos reconozcan los éxitos. Olvidamos que para Él ya somos perfectos, amados y preferidos.

Isaías continúa y da una nueva clave: «Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones.» Dios nos bendice y entrega el Espíritu en el bautismo como a su Hijo Jesús. Y a esta capacitación extraordinaria que él nos da, su gracia, sigue una misión. Comprometerse con su Justicia, con su reino. No somos ungidos para nosotros mismos, sino para compartir la bendición recibida, para “contagiar” esa bendita transformación de nuestra vida. Me sobrecogen las palabras finales de la profecía de Isaías: “Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas”. No somos cristianos para nosotros mismos, somos ungidos para ser bendición de Dios en el mundo, para crear fraternidad, justicia y compasión allá donde estemos, como Iglesia. Es el compromiso innegable que nace del bautismo y de las palabras sagradas «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Cristo las recibe del Padre y nos las repite al oído.

Víctor Chacón, CSsR