“TESTIGOS DE SU GRANDEZA”, 6 de Agosto, Domingo de la Transfiguración del Señor

 

Dice San Pedro en su carta: “No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza”. No son fábulas sino testimonio. Es la experiencia de quien lo ha visto y oído y lo cuenta. Y la fe se apoya en eso, en el testimonio de quienes vieron, oyeron y creyeron. Nos apoyamos en la fuerza de los testigos que hubo antes de nosotros: padres, abuelos, santos y desconocidos… gente que nos lo contó con su convicción y su experiencia y aquello dejó poso y huella en nosotros. ¿Habremos de hacer nosotros lo mismo? Claro que sí. Pero para ser testigos hay que hacer experiencia, acercarse al Maestro, escucharle y dejarse interpelar por Él, subir al Tabor y escuchar aquello de “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. Que uno no sabe ya si aquello lo dice el Padre solo a Jesús o también a ti y a mí, pero se intuye que lo segundo es muy cierto.

Hay 3 momentos claramente marcados en el texto de la Transfiguración:

El primero dominado por la luz y el gozo. La blancura, la fuerza de la resurrección actuando, debe fascinar y dejar sin aliento ver a Jesús así, lleno de luz, transfigurado. Gozo y certeza de ver el poder de Dios, todo lo malo se disipa. Imposible no creer y no dejarse invadir por esa luz maravillosa.

El segundo momento es el de la nube que los cubre con su sombra, aparece el temor a lo sagrado y la voz de Dios. Un escalofrío recorre el cuerpo porque me doy cuenta que piso un lugar sagrado, estoy ante Dios y solo soy un pobre hombre pecador… ¡apiádate de mí Señor! ¡No soy digno de estar aquí! Pero Él se acerca y con cariño me dice: No tengas miedo, tu pecado ha sido perdonado por la luz que te invade.

El tercer momento es la bajada en silencio de la montaña. Tranquilos y en silencio. Nadie sabe qué decir. Mejor no decir nada. Caminaban los cuatro juntos con el corazón ensanchado, en profunda paz y latiendo al unísono. ¡qué gran comunión y gozo en aquel momento! Y la petición de Jesús “no digáis nada aún” que casi no era necesaria. Tocaba madurar aquello, guardarlo en el corazón como María sabe hacer muy bien. Madurar lo visto y oído. Dejar que aquella experiencia alimente su fe y su vocación de Apóstol, llamado a entregar la vida, a entregarlo todo.

Ojalá también nosotros tengamos momentos de Tabor con toda la experiencia: luz y gozo, sombras y temor, y silencio agradecido. Busquemos en nuestro verano algún momento así de retiro espiritual, de luz, de silencio. Acercarme a algún monasterio o iglesia. Compartir la Palabra o alguna oración especial que haya en mi ciudad, sumarme a alguna aplicación o web religiosa. Nos hará bien hacerlo.

El Tabor hizo más fuerte a estos tres apóstoles, les hizo más capaces de ser testigos y fortalecer la fe de otros… tendrían que hablar después de la muerte de Jesús y ayudar a otros a creer. Pero eso, en su momento.

Víctor Chacón, CSsR