Testimonio vocacional de Miguel Castro

El testimonio que os voy a contar nada tiene de espectacular, ni de heroico, ni creo que aporte nada nuevo a las muchas experiencias vocacionales que ya estamos acostumbrados a escuchar. Estoy cansado de oír cosas del estilo: “yo era muy feliz antes, lo tenía todo, buenos estudios, buenos amigos con los que hacía botellón, una buena novia, coche y empezaba a ganar un buen sueldo… pero Dios me llamó y lo dejé todo…”. Han sido muchas las ocasiones que los jóvenes se han expresado en estos términos para hablar de la radicalidad de su vocación, convirtiéndose en un testimonio prototipo de los jóvenes religiosos de nuestro tiempo. Si eso es así, entonces mi experiencia es la de un religioso joven, y no la de un joven religioso.

Pero antes de seguir narrando esta historia, sería bueno que me presente. Me llamo, mejor dicho, me llaman Miguel, y pertenezco a esa preciosa generación de “los hijos de la Constitución”, así que calculando cuento con 29 años. Soy de Fuerte del Rey, un pequeño pueblo 100% olivarero a 12 Km de Jaén. Hijo y nieto de agricultores, soy agricultor de nacimiento y de corazón, lo cual me hace seguir sembrando cada día las semillas del Evangelio, estando con los pies en la tierra y con los ojos puestos en el cielo.

Allí viví hasta que comencé a estudiar Arquitectura en la Universidad de Granada. Estos años fueron cruciales para madurar la fe y poner en práctica todo aquello que mis padres y catequistas me habían enseñado; pero ahora tendría que hacer mío todo lo recibido. Aunque los “reden” ya eran bien conocidos en casa por mi hermana desde hacía algunos años, fue en Granada donde conocí a los Misioneros Redentoristas. Acabé por incorporarme a los grupos de jóvenes del Santuario de Ntra. Sra. del Perpetuo Socorro. ¿Por qué aquí y no en otras iglesias vecinas? Dos mujeres muy queridas influyeron: una mi hermana que ya estaba en los grupos, y la mucha gente que iba conociendo por medio de ella; la otra Santa María y el amor por la Madre de Dios que desde muy pequeño mis padres me inculcaron.

Allí fui dando pequeños pasos, en grupos de formación, de moral, de voluntariado, de oración de jóvenes, siendo catequista o participando en algunas misiones, una de ellas en mi pueblo por donde los misioneros redentoristas pasaron.

Encuentros y convivencias, especialmente la Misión Joven de El Espino (monasterio del s. XV en Burgos), donde cada verano se reúne entorno a 200 jóvenes de toda España, fueron momentos para descubrir el amor de Dios en mi vida, la redención y el perdón. Entre los redentoristas se dice que el éxito de esta Misión Joven, es que los mismos jóvenes por su experiencia y testimonio, se convierten en misioneros y evangelizadores para los demás jóvenes. Esta vivencia de una Iglesia viva, misionera, joven, con ganas de seguir adelante y soñar con un mundo y una Iglesia diferente, donde todos tengamos cabida, fue y sigue siendo un estímulo en la vocación que se despertaba en mí.

Y digo “despertaba”, porque estoy convencido que Dios no dejó nunca de llamarme, desde mi más tierna infancia, de hecho de pequeño los amigos ya me llamaban “Miguelito el curica”, y con ocho años le dije a un obispo que yo no sería cura, sino obispo o papa; menudo atrevimiento. Claro que por entonces aún no conocía la vida religiosa, no sabía que era un misionero, ni un fraile, a lo más conocía a alguna “monjita”.

Años más tarde tras una Pascua haciendo el Camino de Santiago me decidí a dar respuesta a algo que hacía tiempo me inquietaba: ¿Dios me quería como Misionero en la Congregación del Santísimo Redentor fundada por San Alfonso para la Evangelización de los abandonados, de los pobres? ¿Sería posible que algún día se hiciese realidad esos sueños de niño, de ser sacerdote, de ser misionero construyendo casitas en algún país del tercer mundo? ¿Cómo sería la vida comunitaria desde dentro?

Por entonces tenía 25 años cuando comencé en la Congregación. Para algunos “vocación tardía”, para mí lo que llegó “tarde” sería más bien mi respuesta, aunque considero que fueron necesarias todas las experiencias anteriores para descubrir el valor de la vocación. Antes era feliz, y ahora lo sigo siendo. Antes tenía unas cosas que me hacían feliz y me realizaban en un proyecto profesional, ahora tengo otras cosas que me realizan en un proyecto de vida junto a Dios.

Cuando hablo con amigos de la vocación misionera, siempre les digo que no hay que tener prisa, que la paciencia todo lo alcanza, también la de Dios con nosotros, que Dios es muy pesado, y quiere lo mejor para cada uno de nosotros. Pero que es necesario responder, que también “este arroz se pasa”. Así que si alguien ve que ha llegado ese momento que lo haga, pues el proyecto de Dios, no se puede detener.

Refiriéndome a los tópicos del principio, concluyo expresando que la Vida Consagrada para mí no significa una pérdida de libertad, ni de felicidad. La Vida Religiosa es haber encontrado el proyecto de Dios para mí, caminar por la felicidad que Dios me ofrece y me capacita para amar desinteresadamente. Poder compartir el amor, en el silencio y en la intimidad mediante un trato familiar con Dios. Poder compartir y crecer en la experiencia redentora en medio de la comunidad. Y poder anunciar la liberación y la salvación que Dios ha obrado por medio de Jesús, nuestro Redentor y Señor en cada persona.

Miguel Castro, CSsR