VIERNES SANTO: “a tus manos encomiendo mi espíritu”.

 

“Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes”. Es la profecía de Isaías, del Siervo sufriente que inicia y ayuda a entender cada viernes santo. A veces hace falta un justo sufriente que cargue con las culpas de los demás. Que no se defienda, que no batalle dialécticamente, sino que asuma y cargue a sus espaldas los pesos que nadie quiere llevar. El verdadero amor es capaz de esto, es capaz de sacrificio, de soportar el mal y el dolor. Orígenes llegó a escribir “Charitas est passio”, el amor es pasión, es aprender a padecer. Sin espíritu de abnegación, los discursos sobre el amor se quedan vacíos, en cáscaras bonitas y poco más. Si no soy capaz de replegarme, de hacer espacio al otro, de soportar su debilidad y sus límites, de perdonar… es que vivo alimentando el ego, vivo para mí mismo, buscando mi bienestar, mi placer, mi propia satisfacción… narcisismo puro, hoy cotiza altísimo, aunque vale muy poco.

La pasión de Cristo es un acto de compasión. Nos lo recuerda la carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado”. Jesús es ante todo, el enviado compasivo de Dios. Que comparte la suerte de los sufrientes, de los desdichados de la tierra, de aquellos con los que la violencia y la injusticia se ceba. No tenemos un Dios incapaz de compadecerse de nosotros, todo lo contrario. Tenemos un Dios que es pura COMPASIÓN, sin límites ni excepciones. Él puede entender todo nuestro sufrimiento físico o psíquico, porque Él mismo se vió probado hasta el extremo en su Pasión, hasta el agotamiento, hasta las lágrimas. El amor tiene hoy forma de cruz y de sufriente. Esto fue capaz de hacer Cristo por ti, ¿qué eres capaz de hacer tú por Él? ¿Cómo respondes a su Pasión en tu vida?

El salmo 30 nos ayuda a orar como Jesús en la Cruz: “A ti , Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu”. En la aflicción, en los dolores pesados de la vida, demasiado grandes para llevarlos solos, sólo nos queda confiarnos a Dios, apoyarnos en Él. Confiar en Él nuestra causa, poner nuestra vida en sus manos de Padre. Tenemos el consuelo de que Jesús, en su infinito amor no nos dejó solos. Sino que quiso regalarnos a su madre, María, como compañera de viaje. Mujer buena y virtuosa, acostumbrada a padecer y seguir adelante su camino. Y también quiso dejarnos la guía del Espíritu, Juan es el único que lo recoge en su pasión, en el momento de la muerte de Jesús, “él, inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. Dios no se separa de nosotros, no nos abandona. Su presencia sigue vivísima y cercana para quien desee acogerla. Aquí está el Misterio y la dificultad. Acoger su entrega amorosa en la cruz por nosotros o vivir como si nada de esto tuviera que ver con nosotros.

Víctor Chacón, CssR